Patologías Educativas

Por Juan Carrión

Hoy me gustaría plantear un debate sobre la educación y sus patologías. Para ello, nada mejor que una reflexión de Richard Feynman (extraída de: ¿Está Usted de Broma Sr. Feynman?), Premio Nobel de física de 1965 y uno de los físicos más creativos del siglo XX.

El contexto de la cita es el siguiente: a principios de los años sesenta, Feynman pasa un año en Brasil impartiendo clase y analizando su sistema educativo.

Sin más…

Descubrí un fenómeno muy extraño. A veces hacía preguntas que los estudiantes eran capaces de contestar inmediatamente; pero la próxima vez que volvía a hacer la misma pregunta ¡no daban pie con bola! Por ejemplo, en una ocasión estaba explicándoles la luz polarizada, y les di a todos unas tiras de polaroide.

El polaroide solamente deja pasar la luz cuyo vector de campo eléctrico se encuentre en una cierta orientación, por lo cual expliqué que se podía saber de qué modo estaba polarizada la luz observando si el polaroide se veía oscuro o claro. Tomamos primero dos tiras de polaroide y las giramos hasta que dejaron pasar a través de sí casi toda la luz. Por este procedimiento podíamos saber que las dos tiras estaban ahora admitiendo luz polarizada en la misma dirección, pues la que pasaba a través de una pasaba también a través de la otra. Pero entonces les pregunté cómo podíamos averiguar la dirección de polarización absoluta valiéndose de una tira de polaroide.

No tenían ni idea.

Yo sabía que para ello hacía falta algo de ingenio, así que les di una pista: “Mirad la luz que refleja hacia nosotros la bahía”.

Nadie dijo esta boca es mía.

Entonces dije yo: “¿Habéis oído hablar del ángulo de Brewster?

“¡Sí señor! El ángulo de Brewster es el ángulo para el cual la luz reflejada por un medio que tenga índice de refracción mayor que uno queda totalmente polarizada”.

“¿Y de qué forma queda polarizada la luz al ser reflejada?”

“La luz queda polarizada perpendicularmente al plano de reflexión, señor” ¡Incluso hoy, yo tengo que pensarlo primero! Ellos se lo sabían al dedillo. Sabían incluso que la tangente del ángulo de Brewster es igual al índice de refracción.

Yo dije: “¿y bien?”

Todavía nada. Me acababan de decir que la luz reflejada por un medio con un índice de refracción mayor que uno, como el agua de la bahía, estaba polarizada; me habían dicho incluso de qué modo estaba polarizada.

Yo les dije: “Mirad hacía la bahía a través del polaroide. Y después lo giráis”.

“¡Ooh! – dijeron-. ¡Está polarizada!”.

Después de mucha investigación acabé averiguando que los estudiantes se habían aprendido todo de memoria, pero no sabían el significado de nada. Cuando oían decir “la luz reflejada por un medio con índice de refracción mayor que 1”, no sabían que se estaba hablando de un medio material como el agua, por ejemplo (…) Todo había sido memorizado, pero nada había quedado traducido en palabras con significado. Así, si yo preguntaba: “¿Cuál es el ángulo de Brewster?”, me estaba dirigiendo al banco de datos del ordenador con las palabras clave precisas. Pero si decía: “¡Mirad el agua!”, no lograba efecto alguno, porque en el archivo “¡Mirad el agua!” no se había efectuado registro alguno.

Más tarde asistí a una lección en la escuela de ingenieros. La lección decía más o menos así: “Dos cuerpos, se consideran equivalentes, si iguales pares de fuerzas producen la misma aceleración”. Los estudiantes todos sentados escribiendo al dictado y cuando el profesor repetía comprobaban que lo habían tomado correctamente. Después escribían la frase siguiente, y así una y otra vez. Yo era el único que sabía que el profesor estaba hablando de objetos con iguales momentos de inercia, y aun así me costaba entenderlo.

No se me alcanzaba cómo podrían llegar a aprender nada de ese modo. Aquí estaba hablando de momentos de inercia, pero no había la menor discusión de cuánto cuesta abrir una puerta si se le pone un peso grande por fuera, ni si hay que hacer mayor o menor esfuerzo para abrirla al colocarlo cerca de las bisagras, ¡nada!

Después de la lección hablé con uno de los estudiantes. “Después de haber tomado ustedes todas esas notas, ¿qué hacen con ellas?”

“¡Oh!, nos las estudiamos –respondió-. Luego nos examinan”

Después estuve en un examen para el ingreso en la escuela de ingenieros; era un examen oral, y me permitieron presenciarlo. Uno de los estudiantes era absolutamente súper: ¡Lo contestó todo a la perfección! Los examinadores le preguntaron qué era el diamagnetismo, y él respondió impecable. Después le preguntaron: ¿Qué le sucede a la luz cuando llega oblicuamente a una lámina de material de un cierto espesor, y de índice de refracción N?”

“Sale paralelamente al rayo incidente, señor, pero desplazada”

“¿Y cuánto es el desplazamiento?”

“No lo sé, señor. Pero puedo calcularlo”. Fue y lo calcó. Era muy bueno. Pero para entonces yo ya tenía mis sospechas.

Después del examen me acerqué a aquel brillante joven, y le expliqué que venía de Estados Unidos y que deseaba hacerle algunas preguntas que no influirían en modo alguno en el resultado de su examen. La primera pregunta que le hice fue: “¿Puede usted darme algún ejemplo de sustancia diamagnética?”.

“No”.

Después le pregunté: “Si este libro fuera de cristal, y yo estuviera mirando a través de él un objeto situado sobre la mesa, ¿qué le sucedería a la imagen si yo inclinase el cristal?”

“Quedaría reflectada, señor, en el doble del ángulo que hubiera usted girado el libro”.

“¿No se estará confundiendo con un espejo, tal vez?”

“¡No, señor!”

En el examen acababa de decirnos que la luz se desplazaría paralelamente a sí misma, y por consiguiente la imagen debería desplazarse hacia un lado, pero no tendría por qué ser girada ángulo alguno. Más aun, había calculado incluso el valor de tal desplazamiento; sin embargo, no se había dado cuenta de que una lámina de vidrio es un material que tiene índice de refracción, y que su cálculo era válido en este caso, y respondería perfectamente a mi pregunta.

(…) Una de las cosas que jamás conseguí de aquellos alumnos es que me hicieran preguntas. Finalmente, uno de los estudiantes me aclaró por qué: “Si yo le hago una pregunta en clase, al salir se me van a echar todos encima, diciendo: ¿Por qué malgastas nuestro tiempo haciéndole preguntas? Estamos tratando de aprender algo, y tú no haces más que interrumpirle con tus preguntas”.

Es una especie de competencia por superar a los demás en la cual nadie sabe lo que está pasando, y entonces cada cual se dedica a rebajar a los demás, haciendo como si realmente él si lo supiera. Todos fingen y hacen como que saben, y si uno de los estudiantes, al hacer una pregunta, admite por un instante que algo le resulta confuso, los demás adoptan una actitud activa, como si para ellos aquello fuera evidente y reprochándole al preguntón que les haga perder el tiempo.

Les expliqué lo útil que es trabajar con otros, lo fecundo que es la discusión de las cuestiones, el repasarlas y volverlas a discutir. Pero tampoco estaban dispuestos a hacer eso, porque sería un desdoro tener que preguntar a nadie. ¡Era lamentable! Todo el trabajo que hacían aquellas personas inteligentes, pero que se encontraban atrapadas en aquella curiosa situación mental, esta extraña y autopropagante “educación”, que carece de sentido, ¡Qué carece por completo de sentido!

Palabra de Feynman.

Y para finalizar una conferencia mítica de Sir Ken Robinson: ¿Matan las escuelas la creatividad?

La segunda parte es igual de buena…

Cuanta verdad…

Fuente: Jano 2.0. Post original aquí.

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